Dicen que ese feo vicio se hereda, pues yo discrepo, mi familia lo odia, creo que es más una conexión invisible, discreta, distinta que me acompaña en mis malas rachas y en mis eternas noches de soledad. Dicen que es muy dañino. Sin embargo, he conocido personas más dañinas en este mundo lleno de cantares complacientes, pero siempre infelices.
Ese flaquito humeante y ardiente se deshace y su cuerpo va desapareciendo en el viento arrastrado cual bolsa u hoja del otoño, a ese al que puedo hablarle sin que me interrumpa y que me oye en completo silencio, haciéndome sentir su centro, su universo. A ese le dedico hoy mi noche en esta humilde prosa. Aumentan más mis ganas cuando al tocarlo se convierte en mi muso, mi inspiración, me regocijo en su eterno olor y lo guardo conmigo.
En muchas oportunidades hemos caminado noches frías, lluviosas, otras hemos llorado, reído, ha sido testigo de tertulias interminables después de hacer el amor con algún amante furtivo momentáneo o eterno, ha estado en mis mejores y peores momentos, he tratado y han tratado de despojarme de él, pero nuestra unión es casi enfermiza simbiótica, cual pareja celotípica y escandalosa. Algunos me proponen hacerlo con clase, con elegancia, pero a mí me gusta así, rústico, original, en su cajita tétrica y desalineada, a veces aplastada por las trochas que lo obligo a recorrer cuando lo llevo en los bolsillos, y él atraviesa paciente todas esas surtideras mías, nuestras, eternas.
Lo conocí a temprana edad, hace ya 14 años y aún me hace vibrar, desnuda mis bajos pensamientos y en oportunidades me arrastra con él a divagar por el viento y lo quiero, lo quiero más. Sé que siempre habrá mística, fidelidad, indecencia y todo aquel sentimiento oscuro que la sociedad no permite, pero que él me deja ser y sentir a su lado.
Esta magnífica noche me acompaña, siempre leal y silencioso, cual lienzo febril de aquel pintor que alguna vez quise esculpir.
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