Cuando vi sus ojos por primera vez, parecían dos enormes vínculos con el universo, dos enormes esferas de felicidad, donde solo ella y yo podíamos estar cálidas y seguras, ellos me miraron con tal complicidad que esbozaron una sonrisa y a su vez, ella levantó su pequeña y cálida manecita como si quisiera dotarme de lapos a la cara por haberla despertado, aprovechando que mis padres estaban haciendo quien sabe que cosas. En ese preciso instante pensé que nuestro amor seria sencillo, místico y abruptamente ácido, lleno de dotes de amor, que por su parte eran caricias transformadas en golpes.
Recuerdo que cuando papá decidió abandonarnos, nadie se atrevía a decirle a una niña de 3 años que papá ya no estaría más en casa, que había decidido cambiarnos por una mujer 20 años menor que mamá y quien sabe se iría para siempre de nuestras vidas y así fue. Ella me miraba con sus enormes ojos negros llenos de complicidad como si supiera lo que estaba pasando y me ofreció un chocolate, fue la primera vez que el chocolate calmaba nuestras penas y nuestras culpas, como lo hace hasta ahora cuando nos sentimos mal, eso o cualquier elemento rebosante en azúcar que logre el mismo fin, calmarnos las angustias arrabaleras, casi insignificantes a los ojos de la gente que no tiene corazón, que no sabe lo que sufre una niña a la que le tocó un padre sin cojones.
Con los años nos enfrentamos a las preguntas, las malas caras y los comentarios mal intencionados de ser hijas de padres separados en los años 90, años en los que ser un hijo de un hogar disfuncional era tener un destino chabacano y desprestigiado. Enfrentarnos a una madre que contaba los billetes para alimentarnos, educarnos y todos esos gastos necesarios en una casa, enfrentarnos luego a tenerlo todo y que tilden a nuestra madre de Mujerzuela. En los años 90, una mujer que ganaba más del dinero necesario para mantener una casa, no era una mujer trabajadora, era una mujer que tenía dinero de dudosa procedencia.
Ya entrando en el nuevo Milenio, nos enfrentamos al internet, el ingreso tecnológico, el porno y las adicciones, bueno en realidad quien disfrutó de esos buenos enfrentamientos, fui yo, mi hermana siempre fue una beata a mi lado, una niña digna, una adolescente digna y una adulta, ahora; recontra digna.
A los 19 años caí enferma de manera crónica, con una de esas nuevas enfermedades miserables, también del siglo 21. Mi madre recorría las clínicas de Lima conmigo en brazos, de manera metafórica, mido 10 centímetros más que mi madre, es imposible que aún me lleve en brazos. Dentro de mi pensaba ya lo hice todo en la vida, he fornicado, he bebido, me he drogado, me he perdido y sabido encontrarme de entre las tinieblas tenebrosas de la depresión, entonces qué más puedo querer, pero la veía llorar en silencio, sigilosa, nocturna, siempre con sus chocolates cura penas, distante, siempre haciendo sus ácidas bromas acerca de morir y sus tiernos mensajes de amor escondidos bajo la manga, esos que me dejaba en tarjetas o pequeños pasteles llenos de glucosa y huía. Eso me hizo querer vivir, sanar, luchar, arrebatarle nuevamente mi vida al Diablo y tuve una extensa y jodida conversación con Dios, acerca de lo putanesca que había llevado mis miserias en esos últimos años de mi vida, le pedí consejos, le pedí perdón, le pedí tiempo y sobre todo compresión, le pedí que no me deje sin tus enormes y profundos ojos negros, que me necesitaban, que los necesitaba, que me enseñaron en su momento a ser madre, prediciendo el futuro, prediciendo que con los años, tendría un hijo con esos enormes ojos negros que vi en ti la primera vez que miraste.
Porque así te quiero yo, aunque te diga que no, mientras me abrazas a la fuerza y me obligas a darte de besos, mi tierna y malgeniada hermana.
ya no le digas 'gorda' entonces :p
ResponderEliminarEs nuestra forma de querernos... :p
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